Sunday, August 21, 2011

cuento


La Historia del perro fantasma





Tenía que confirmarlo sin la intervención de otros. Se negaba a creer que su amigo de infancia Guillermo Creales estaba loco, como propagaban quienes decían conocerlo a fondo. Esa fue la razón para que un soleado domingo se animara a ir a la casa de Creales, situada en un gran promontorio de un residencial de lujo al oeste de la ciudad. La vista desde arriba era magnífica, pues permitía ver numerosas urbanizaciones a la redonda, en medio de las cuales sobresalía el campanario de una iglesia.






Un sirviente se asomó a la puerta electrónica de la mansión tan pronto se dio cuenta de que había visita. Gregorio Timerton bajó de su automóvil, se acercó a la puerta y, tras dar los buenos días, pasó una tarjeta al sirviente, con deseos de que la hiciera llegar al señor Creales.




--Espere un momento—dijo el sirviente, sin mucha convicción, dirigiéndose al interior de la estancia. Cinco minutos después regresó y abrió la pequeña puerta de hierro que daba paso a la casa.




--Si el señor Creales lo autoriza, abriré la puerta electrónica para que entre su auto—dijo el sirviente, indicándole que le siguiera.




Entraron a la casa por la puerta principal, que llevaba a una magnífica sala de estar, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas de famosos artistas. El mobiliario, de estilo antiguo, lucía excelentemente cuidado. Un tronco de roble, cortado a la altura de medio metro, delicadamente pulido, servía de meseta donde había un jarrón con flores naturales. El sirviente dijo:




--Espere un momentito; el patrón no tardará.




Gregorio Timerton se entretuvo hojeando una revista promotora de embarcaciones hasta que de repente apareció su amigo, con ropa deportiva.




--¡Cuánto placer en verte, Guillermo!—dijo Timerton, dándole un abrazo.




--El placer es mío, querido amigo. ¡Cuánto gusto tenerte por aquí, después de tanto tiempo! Pero siéntate, siéntate y cuéntame cómo estás y a qué te dedicas.




Los dos hombres se sentaron y Gregorio dijo:




--Como tú sabes, después que me gradué de médico hice una especialidad en siquiatría en los Estados Unidos, donde permanecí cinco años. Casé con una norteamericana pero el matrimonio no funcionó. No tuvimos hijos, de modo que ahora vivo solo. La vida es así, siempre da volteretas. Cuéntame ahora de ti.




El anfitrión se acomodó en el mullido sillón y comenzó su historia:




--Seguramente recordarás que siempre me dio por los negocios. ¿Te acuerdas cuando estábamos en la primaria y vendía revistas cómicas en la escuela? Cuando terminé el bachillerato, tu familia se mudó del barrio y nunca volvimos a vernos, pero la amistad no se borra. Un poco más tarde, estudié Administración de Empresas y luego instalé una pequeña ferretería, que creció más rápido de lo que al principio imaginé. Tiempo después adquirí algunas tierras y me dediqué a la compra y venta de bienes raíces, con una suerte que podría calificarse de extraordinaria. Los negocios no me dejaron pensar en matrimonio, aunque tuve una amante extraordinaria. Era una francesita de cuerpo de violín, de cara y naricita irresistibles. Ella se marchó a Francia, pues decía que no llegaría a la vejez sin casarse, y la verdad es que yo no estaba en eso. A veces charlamos por teléfono, por ninguno ha olvidado al otro. En la actualidad, un equipo de colaboradores maneja mis negocios, que superviso personalmente. Mi método consiste en pedir cuentas el día menos esperado, lo que me ha dado resultado: mis negocios marchan a las mil maravillas.




--¿Hace mucho que vives aquí?—preguntó Timerton.




--Te contaré, pero antes vamos a tomar una copa. ¿Whisky? ¿Coñac?




--Whisky—se decidió Timerton.




Creales fue al bar y en minutos regresó con la bebida, una botella de soda y un recipiente con hielo.




--Si deseas soda, adelante.




--No, puro es mejor. Los ingleses me matarían si lo mezclo.




--¡Salud!—dijo el anfitrión.




--¡Salud!—dijo Timerton, chocando las copas.




--La historia de esta casa es bastante curiosa. Ocurre que era propiedad de un magnate al que no le gustó después de construida. Nos hicimos amigos y un buen día propuso vendérmela. Sin muchos preámbulos cerramos el negocio y he aquí estamos a tu orden. Pero vamos, te mostraré la casa.




El anfitrión sugirió a su amigo que le siguiera, lo que en efecto hizo Timerton. Salieron al patio, donde había un gran jardín con flores de diversos tipos y una piscina en forma de corazón. Cocos enanos lucían sus frutos al fondo y una alta pared coronada con alambres de espino garantizaba la seguridad de la mansión.




--En esta zona no hay ladrones, pero no obstante me he ocupado de tener un perro Doberman que es una maravilla. Más tarde te lo enseñaré. Pero vamos adentro, te mostraré las habitaciones.




Los dos hombres recorrieron la casa por todos lados, hasta que retornaron a la sala de estar.




--Como vivo solo, te invito a que te pases un fin de semana en mi casa. Don Jorge, el sirviente, el que te abrió la puerta, tiene su habitación aparte, aunque no duerme aquí, y no molesta en lo más mínimo. Su esposa Noria viene todos los días a cocinar y a limpiar, excepto los domingos, como hoy. Cada domingo almuerzo de un restaurante que queda bastante cerca. Hoy pediré un buen almuerzo para nosotros tres. Sugiero camarones al ajillo, con papas; o si deseas un bistec, podríamos comer eso.




--Camarones—dijo el señor Timerton.




--Fantástico. Tomemos otra copa.




Brindaron de nuevo, y luego Creales usó el teléfono para ordenar la comida. Una hora más tarde, los dos amigos estaban en una terraza al aire libre, donde intercambiaban anécdotas de infancia.




La coherencia de Creales en sus exposiciones despejó toda duda que pudiera tener Timerton, que todavía no se explicaba por qué mucha gente decía que Creales estaba loco de remate, porque supuestamente contaba historias fantásticas, difíciles de creer.




Creales invitó a su amigo a tomar un descanso, llevándole a una de las habitaciones y diciéndole que haría lo propio




--Es toda tuya—le dijo a Timerton—. Nos vemos en una hora.




Transcurrido ese tiempo, los dos amigos volvieron a reunirse, preguntándose cada uno si había descansado bien.




--Te prometí enseñarte a Rambo, mi perro, pero parece que está durmiendo la siesta en algún lugar del patio. Ese perro es de lo más curioso: cuando vienen mis amigos, jamás ladra, ni se acerca. Simplemente olisquea el aire y se pierde en el patio, hasta que le ordene que venga. En caso contrario, se queda descansando. Pero no creas que es el de doña Ramonita Oramas, la matancera, historia que dio paso a una leyenda en Cuba. Mi perro tampoco se llama Capitán, sino Rambo, que quede claro.




Timerton pronto se dio cuenta de que en el área exterior de la mansión no había perrera, ni una cadena en algún sitio que diera lugar a pensar en la existencia de un perro.




--Es un perro fantasma—dijo sonriente Creales, como si le adivinara el pensamiento--. Solamente yo puede verlo y oírlo cuando ladra.




Timerton no dijo nada, pero desde ese momento comenzó a dudar del equilibrio mental de su amigo.




--He contado la historia de mi perro a muchos amigos, pero ninguno me cree. Ellos dicen que no hay fantasmas de perros, pero te aseguro que lo que digo es verdad. Se trata de un perro que adquirí hace veinte años, que murió atropellado por un auto una madrugada que regresaba de Puerto Rico. Entonces vivía en una casa que no tenía puerta electrónica, sino manual. Había avisado a la amante de que te hablé que llegaría esa madrugada, y cuando ella abrió la puerta para que pudiera entrar el auto del taxista, en vista de que traía mucho equipaje, Rambo se salió y cruzó la avenida, con tan mala suerte que lo atropelló un auto. Fue la madrugada más triste de mi vida, pues quería a ese perro como si fuera un familiar. Desde entonces, su fantasma me ha acompañado a donde quiera que me he mudado, incluso hasta aquí.




Timerton frunció el ceño y solo atinó a comentar:




--Extraña historia.




Cuando llegó la hora de despedida eran casi las seis de la tarde. Creales acompañó a su amigo hasta la puerta, diciéndole-




--Prométeme que volverás. Es más, te invito para que pases este fin de semana en mi casa. Nos divertiremos mucho, pues el viernes vienen unas amigas de la Universidad a charlar un rato, y me gustaría que las conozcas. ¿Qué te parece? Cuando vuelvas también te presentaré a Rambo.




Timerton sonrió complacido y dijo:




--Trato hecho—vendré el viernes.




En efecto, así lo hizo en horas de la tarde. Pero cuando llegó a la casa, su amigo Creales le informó desanimado que las amigas habían pospuesto la visita, pero que de todos modos buscarían la forma de pasar un fin de semana agradable, quizás yendo a la Zona Colonial o a la playa.




Timerton sacó sus cosas del auto, que introdujo a la marquesina por recomendación de Creales. Igual que la ocasión anterior, volvieron a la sala de estar, donde degustaron unas cuantas copas. Serían casi las siete de la noche cuando Creales propuso:




--Te invito al patio, para que conozcas a Rambo. No te preocupes, no te hará daño. Es un perro muy fiel y tranquilo.




Timerton lo siguió y Creales lanzó un silbido. Se escuchó el ladrido de un perro, pero Timerton no pudo ver al animal. Creales agitaba las manos, como quien acaricia la cabeza de un perro, mientras decía:




--Cálmate, Rambo, cálmate; este es mi amigo Gregorio Timerton, un buen chico. Espero que no molestes mucho esta noche con tus aullidos. Hay quienes dicen que eso da mala suerte. Solamente limítate a ladrar, si ves oyes algo extraño. Timerton estaba francamente asombrado, pues no veía ningún perro. Pero Creales insistía:




--Anda, Rambo, búscame mis pantuflas, que están en la sala de estar.




Timerton permanecía en silencio, afianzándose en su mente la idea de que su amigo realmente estaba loco. Hizo memoria y recordó sus estudios de siquiatría, que le indicaban que hay personas que sufren de alucinaciones, experiencias sensoriales que se originan en la mente en lugar de hacerlo en la realidad externa, es decir, no existe ningún objeto ni sujeto que las origine. Las personas que tienen alucinaciones visuales creen ver cosas inexistentes, las que tienen alucinaciones auditivas oyen sonidos que en realidad no existen. Hay quienes también tienen alucinaciones táctiles, caracterizadas por la falsa sensación de ser tocados.




No cabía duda alguna. Guillermo Creales sufría alucinaciones.




Minutos después, Creales volvió a agitar las manos y dijo:




--Gracias, Rambo, eres un perro muy inteligente, pero por favor, ahora llévate las pantuflas y déjalas en su sitio.




Timerton tampoco vio las pantuflas, lo que afirmó su convicción de que su amigo realmente no estaba bien del juicio.




--Estoy seguro que no crees nada de esto—dijo Creales a su amigo—pero como te dije, se trata de mi perro fantasma, al que solamente yo puedo ver. Pero vamos, tenemos muchas cosas de qué hablar.




Esa noche, los dos amigos se retiraron temprano a sus respectivas habitaciones. Pero Timerton no podía dormir. Estaba obsesionado con lo del perro. Incluso, escuchó primero sus ladridos y luego sus aullidos, lo que no le hizo ninguna gracia.




La mañana siguiente, luego del desayuno que les sirvió doña Noria, su esposo don Jorge entró apresurado al comedor:




--¡Señor Creales, venga a ver lo que hizo Rambo!




Creales le siguió y yo hice lo propio. Una vez en el patio, Jorge dijo:




--¡Mire, señor!




En el lugar que indicó había rastros de sangre. Don Jorge explicó:




--Eso fue un gato que anoche se metió al patio, señor. Rambo lo destrozó de tal modo que tuve que recogerlo con una pala, para botarlo. Ese perro no es fácil, señor, aunque yo nunca lo he visto.




--Está bien, Jorge, ya lo sé. A Rambo, como a cualquier perro, no le gustan los gatos.




La última vez que el señor Creales supo de su amigo Timerton, fue cuando alguien le dijo que estaba en tratamiento siquiátrico en un centro de rehabilitación privado, jurando por su madre que sí existen los perros fantasmas.






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