Sunday, June 05, 2016

vacaciones

VACACIONES
Un día  decidí tomarme unas vacaciones, pues eso  de estar de vago sin vacaciones como que no cuadra. Una  tarde emprendi viaje a  Papúa Nueva Guinea, específicamente al norte de Australia, tras aceptar la invitación de un amigo. Si les cuento no acabo ahora, pero de todos modos lo haré, para que quiten esa mala cara, antes de que los mate de amargura, como si estuvieran oyendo a El Poeta Callejero. 
Les informo Papúa es un país soberano de Oceanía que ocupa la mitad oriental de la isla de Nueva Guinea y una numerosa cantidad de islas situadas alrededor de esta, cuya forma de gobierno es la monarquía parlamentaria. Su territorio está organizado en veintidós provincias y su capital y ciudad más poblada es Puerto Moresby. 
Papúa Nueva Guinea es uno de los países con más diversidad cultural del mundo y en donde se han contabilizado hasta 848 idiomas distintos, de los cuales 836 siguen hablándose. Pero, lamentablemente, no hablan el cibaeño.
Es uno de los países menos explorados, geográfica y culturalmente, y muchas especies de plantas y animales están aún todavía sin descubrir dentro del país. Igualito que aquí, donde aún falta descubrir a una variedad de leones afeitados que son famosos por su picoteo mayor en las arcas públicas. 
En mi viaje conocí a los korowais, llamados también kolufos. Se trata de un pueblo aborigen del sureste de Papúa Nueva Guinea. Son aproximadamente 3.000 personas. Hasta la década de 1970 no mantenían contacto con ningún otro pueblo que no fuera su propia gente. Consideraban a los pocos extranjeros que veían como laleo (demonios fantasmas). El primer contacto con antropólogos ocurrió el 17 de marzo de 1974. 
El afán de aventuras me llevó allí, sin pensar en las consecuencias, invitado por un amigo ricachón que me pagó el viaje. En el puerto no nos hicieron preguntas, pero algo sospeché cuando el inspector de Aduanas miró a mi amigo y se relamió los labios, como quien dice “este gordito debe saber a gloria”, mientras a mí me miraba con desprecio por mi endeble anatomía.
Nos instalamos en la choza de un conocido del ricachón, solo que hubo un problemita: las chozas de la aldea están construidas sobre árboles muy altos, para protegerse de los mosquitos. Las camas son como las barbacoas dominicanas de antes. Esa noche cenamos con una vaina rarísima, que parecía pupú amarillo de niño de recién nacido, acompañada de una especie de mabí que llamó mi atención. No quería tomarlo porque ya no bebo, pero como dizque era una especie de refresco, lo probé. ¡Guay mi madre, andalapalcarajo, para qué fue eso! Sencillamente, me quemé la lengua y pedía a gritos que llamaran a los bomberos, mientras nuestro anfitrión y su prole (unos diez carajitos) reían más que un político en campaña. 
El desayuno del día siguiente fue algo parecido, aunque esta vez contenía huevos revoleteados. Tenían un sabor más o menos bueno. Cuando pregunté qué clase de huevos eran, el dueño de la choza señaló un animalito más feo que Omega, que es mucho decir, parecido a un perrito con cara de iguana, patas de tortuga y rabito triangular, como los Eriacos de mi libro Las canciones del miedo.
Contratamos un guía para explorar los alrededores, pues nos dijeron que con buena suerte podríamos encontrar oro como si fueran flores silvestres. ---Carajo—me dije—por eso fue que en el puerto había un letrerito que decía: “Espérenos pronto, que somos sus amigos. Barrick Gold”.
El guía que nos acompañaba, medio parecido a Fefita la Grande, pero moreno y feísimo, se negó a seguir con nosotros. Cuando le preguntamos el por qué, nos dijo a través de un mozo traductor que le acompañaba:
--Jefe, guía decir que más adelante hay caníbales vegetarianos.
--¿Caníbales vegetarianos? Pero eso es una contradicción. 
Sin embargo, comprobé que era cierto cuando de la selva salió un explorador como alma que lleva el diablo, brotando sangre por manos y pies, advirtiéndonos a gritos:
--¡Caníbales vegetarianos! ¡Caníbales vegetarianos! ¡Solo comen palmas de las manos y plantas de los pies!
Mi carcajada frenó en seco cuando detrás de él salieron unos morenos más grandes que la miseria criolla, con ánimos de capturarnos. Mi amigo ricachón logró evadirse, pues el muy sabichoso había llevado un pequeño paracaídas, lanzándose por un precipicio de la montaña. No tuve esa suerte, sino que los caníbales me metieron en una olla en la que cabían cinco personas, prendiéndole fuego al fogón sobre el que se encontraba. No podía hacer nada, pues estaba amarrado de pies y manos. Cuando sentí que el agua se calentaba, comencé a reírme a carcajadas. Un intérprete del jefe de la tribu me preguntó por qué me reía tanto.
--Muy simple—le dije—acabo de cagarme en su sancocho.
¡Para qué fue eso! El jefe de la tribu se puso blanquito del pique. Sentí mucho no tener mi cámara a mano para retratarlo blanco por primera vez en su vida. 
No sé quien, quizás un caníbal arrepentido, armó un barullo diciéndole algo al jefe, que dio la orden para salir huyendo de aquel lugar. El tipo arrepentido me desató y me hizo una señal de que me fuera. En realidad, lo que sucedió fue que mi amigo improvisado le dijo al jefe que mi compañero el ricachón trajo de su embarcación a dos agentes de la AMET, dispuestos a ponerles multas a todos los caníbales por no tener su licencia al día.
Una vez en la capital de la aldea, si puede llamársele así a un montón de casuchas, pude enterarme de que allí había un negocio llamado “El peje que fuma”, igualito a uno que había en Villa Consuelo, en la capital dominicana. Efectivamente, era propiedad de un tipo que engañó a medio mundo llevándole clientes a Telex Free, la empresa norteamericana aquella que quebró. El tipo, que de loco no tenía nada, se metió clandestinamente en un barco y no se sabe cómo llegó a Papúa, donde se hizo enllave de Tongoro Kosongo, el caníbal más rico de la zona. Ese tipo es un hombre muy culto, pues me dijo que siempre leía a Sara Pérez, gracias a la red de Internet. Es el único que tiene una laptop en su choza, con baterías y todo, pues en la isla no hay energía eléctrica. La laptop se la regaló Leonel cuando era presidente y anduvo por estos predios como parte de sus giras internacionales. Kosongo es de la tribu de los korowais, que se desayunan con un muchachito frito, sin siquiera eructar, como Danilo Medina  de Balaguer.
El dominicano y el señor Kosongo fueron quienes pusieron “El peje que fuma”, con banca de lotería y todo, donde por cierto me hice amigo de una carajita igualita a Joseito Mateo. En vista del parecido, le pregunté si lo conocía. La morenita me dijo que no sabía nada, pero que su mamá le contaba que en una ocasión tuvo unos ardientes amores con un cantante “medio morenito” que llegó a Papúa de otro continente, igual que los chinos a América  en 1421. El tal cantante llevaba consigo un acordeón que le regaló un tal Guandulito, pero que se le quedó al marcharse después de bailar como diez merengues ante la tribu, donde El Negrito del Batey hizo furor. No me cabe la menor duda de que la chica esa es hija de Joseito, pues también tiene su mismo semblante y salero, además de que baila como un trompito. Nuestras relaciones se afirmaron mientras tuve en Papúa, hasta que cuando me disponía a retornar a mi país me topé con tamaña sorpresa: mi amigo el empresario se había ido con todo y barco, ametmaos incluidos.
Pero, como yo no me aprieto ante las dificultades, fabriqué una piragua y me lancé al mar, mientras mi amiguita, llorando a más no poder, me decía adiós con una torta de casabe en las manos que le servía de pañuelo. Porque es bueno que también se sepa que yo le enseñé a fabricar casabe, con fuego por abajo y fuego por arriba. Por abajo sobre todo.
En el mar tuve que luchar con serpientes marinas, comer algas y peces crudos, desechar miles de condones usados por marineros, aguantar un sol de madre, leer forzosamente el libro “Mi palabra”, de Hipólito Mejía, que algún enemigo mío puso en mi equipaje, todo con el exclusivo fin de no aburrirme, lo que resultó lo contrario. Luego de cruzar un mar proceloso pude por fin llegar a Indonesia, donde gracias a un comerciante árabe ascendiente de Luis Abinader y un chino de Pekín familia de los chinos de Bonao, en un barco de carga de su propiedad pude recalar en Australia, donde desde allí llamé al embajador  en España, Aníbal De Castro,  sabichoso colega que hizo gestiones para que se me trasladara a Santo Domingo, por orden del presidente Medina. Ese muchacho Aníbal  no tiene un pelo de tonto, pues es completamente calvo, según dice para diferenciarse de los pendejos brutos que tienen cabello.
Tras esas aventuras, ahora estoy aquí, matando mosquitos en medio de rico apagón, pero siempre dispuesto a servir a mis amigos.
De nada.


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