Thursday, February 05, 2009

los muertos del cañaveral



Los muertos del cañaveral

En el umbral el sol caía detrás de los árboles que reverdecen en el poblado de El Puño. Sus rayos rojizos presagiaban desgracias. –Ese sol no trae cosas buenas-dijo Silvestre mientras encendía en el fogón, por enésima vez, el mismo cigarro de tabaco "papuché" con que había iniciado la mañana de ese día. En la comunidad de El Puño existe la vieja creencia que señala que cuando el sol se torna rojizo augura adversidades y hechos lamentables. Esto tomó fuerza en días recientes cuando, tras un sol enrojecido, apareció muerto Juancito en cañaverales del ingenio. Esta muerte fue atribuida a haitianos que "picaban" las cañas de la industria azucarera. Otros comentaban por lo bajo que el muerto tenía "mala maña" y que fue sorprendido robando plátano. Las autoridades dijeron que investigaban el hecho, pero eso no pasó del simple enunciado. Sentado en un rústico sillón de troncos y maderas cruzadas, Silvestre esparcía su pensamiento como el humo que de su manoseado cigarro se dispersaba en el viejo casón. A escasos metros se escuchaban merengues típicos de Guandulito que se repitieron hasta entrada la noche. –Ese sol no me gustó, no presagia nada bueno- insistía éste mientras vio ocultarse el astro rey para dar paso a la espesura nocturna. Andresito, Haroldo y Juan El Campechano llegaron sudorosos hasta donde Silvestre preguntando si Alejandro había llegado porque ellos se separaron de él en el Batey Seis para avanzar estrechando caminos entre cañaverales, mientras éste decidió subir a un vagón del tren de los que cargan las cañas del ingenio Barahona. Alejandro llegaría a El Puño por el Cruce de Mena, donde se lanzaría del vagón con la máquina en marcha. Allí esperaría un vehículo que lo llevara a su casa. Para esos tiempos el grupo de mozalbetes se iniciaba en los duros trabajos de la industria azucarera y cuando terminaban la jornada retornaban juntos, o tomaban el tren como lo hizo Alejandro, o acortaban el trayecto caminando entre cañaverales y fincas agrícolas. Toda una aventura. La noche avanzaba y nadie sabía de Alejandro. La situación comenzó a inquietar a moradores de la vecindad y Eloy, padre de Alejandro, formó una "trulla" de hombres armados de machetes, mochas, cuchillos y "focos" que salió entre estrechos y oscuros caminos a indagar sobre el paradero del joven. Silvestre se sumó al grupo mientras rezongaba que él sabía que ese sol no traería nada bueno, que ese color rojizo que irradiaba eran presagios negativos. –"Ojalá no le haya pasado nada malo a mi sobrino", refería mientras en la oscuridad del camino iba junto a los otros, acompañado en una mano, de su inseparable cigarro, y un filoso machete en la otra. Andresito Reina, que montaba una briosa mula, comentaba sobre los insistentes pedidos que hizo a Alejandro para que no se separara del grupo, pero que éste le dijo que estaba cansado. Había trabajado demasiado ese día y no quería caminar mucho. Para éste era más fácil subir a un vagón del tren, tirarse en el Cruce de Mena y después tomar un vehículo que lo encaminara hasta El Puño. Eloy escuchaba en silencio. La negritud del camino solo interrumpida por luces de focos que encendían y apagaban de manera intermitente, no permitía ver el rostro apesadumbrado de Eloy. La preocupación le afligía porque pensaba que a su vástago le había ocurrido algo. Hubo momentos en que lloró de impotencia. Miles de pensamientos cruzaron fugaces por su mente: se caería del tren y sus ruidosas ruedas lo habrán triturado esparciendo su carne y hueso a lo largo de la línea férrea; lo habrán asaltados "gavilleros" que asechaban de noche en cruces de caminos y a orillas de cañaverales para atacar a sus víctimas. Eran conocidas las historias de comerciantes, agricultores y vendedores de ropas, botas e indumentarias agrícolas en los bateyes del ingenio que fueron atacados por asaltantes. Algunas de estas personas morían en estos trances y sus cadáveres aparecían mutilados en plantaciones cañeras. En una ocasión se corrió el rumor de que Felito Ledesma un reconocido comerciante de la zona se desplazaba con sus mercancías en un viejo jeep cuando fue asaltado y su cuerpo enterrado vivo con la cabeza al aire en medio de un cañaveral de las proximidades del Batey Siete. Los gritos de Felito pidiendo auxilio despertaron a los moradores del Batey, que dijeron que no pudieron dormir esa noche escuchando los gritos del comerciante pese a que estaba a kilómetros de distancia de la población habitada mayormente por braceros haitianos. Sean verdades o no estas narraciones, o sean puros relatos, lo cierto es que se contaban por decenas entre los habitantes de esta comarca y que, en este momento preciso llegaban como lluvia de granizos a la mente de Eloy, a quien en medio de la oscuridad, se le oyó sollozar y maldecirse mil veces por dejar que Alejandro fuera a trabajar a la industria azucarera. De ir avanzando en medio del jolgorio y la vocinglería, de repente el grupo cayó en un oscuro silencio. Apenas se escuchaba el galopar de las mulas, las pisadas de los hombres, roces de entrepiernas de pantalones y ruidos de aves e insectos nocturnos. Entraron en profundos pensamientos mientras avanzaban armas al cinto, esperando lo peor, en el oscuro camino escoltado de tupidos sembradíos de caña de azúcar. Llegando a una copiosa mata de Javilla que cubría el paso de lado a lado, la noche se hizo más oscura que nunca y el grupo de hombres que había avanzado decidido a todo, comenzó a temer. A algunos se les escuchó titiritar de temor. -"No tengan miedo, carajo, todos lo que vamos aquí somos machos, somos hombres de cojones, coooño", expresó Eloy para infundir valor a sus acompañantes. El grupo de hombres se detuvo de golpe. Comenzaron a escuchar algo que avanzaba hacia ellos desde los cañaverales. Se oyeron espantosos ruidos en las cercanías y endemoniados remolinos parecían arrasar las plantaciones, que un tornado infernal arrancaba de raíz árboles y plantas de caña mientras avanzaba hacia ellos. Quedaron como petrificados. Algunos pensaron huir, pero no tuvieron fuerzas ni para eso. Eloy, un creyente ferviente aunque no militante religioso, solo atinó a decir: -"Jesús, magnífico ni mameo….Jesucristo sálvanos…en tus manos nos encomendamos Señor…". En eso un enorme animal, un gigantesco perro negro atravesó el camino, tranquilo, manso y con andar parsimonioso. Mientras cruzaba todo estuvo en calma, pero cuando entró a los cañaverales se escucharon de nuevo aquellas fuerzas destructoras que arrasaban todo a su paso. "En nombre de Jesucristo, repréndelo Señor, por las fuerzas de las siete oraciones, protégenos…", imploraba Eloy cuando, de lo recóndito de las plantaciones una voz estruendosa contestó en creol: "Languet fut mamau coonnn"… No se sabe como, pero Silvestre había llegado a la comunidad y balbuceando algunas frases apenas inteligibles dijo que los restantes estaban muertos en los cañaverales. Hombres mujeres, niños y todos los habitantes del poblado se preparaban para acudir al lugar a socorrer a los afectados por la tragedia. Algunos, por si acaso, llevaron sus biblias porque se decía que a estas personas la había atacado un "diablo", el "Bacá" que protege la finca agrícola de "La Viuda", la cual se decía había hecho un pacto con el demonio. Cuando los pobladores se preparaban para iniciar la marcha e ir en auxilio del grupo, se apareció Eloy con los otros, los cuales decidieron después de esta la mala experiencia, devolverse para continuar la búsqueda al otro día. Mientras relataba lo sucedido, Eloy se encontró para su sorpresa que su hijo Alejandro había llegado al pueblo y estaba entre quienes saldrían a buscar a los que se había dicho que fueron atacados por un demonio. Al día siguiente, bien temprano, Eloy y algunos habitantes de El Puño acudieron al lugar donde se produjo el extraño hecho. Se encontraron que todo estaba intacto. Las plantaciones cañeras y agrícolas estaban normales, sin ninguna señal de que allí, horas antes, habría ocurrido nada. (Escrito por Emiliano Reyes).


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