Monday, September 28, 2009

el gemelo de otro mundo

Esta historia ocurrió hace unas tres décadas, en una pizzería de Santo Domingo llamada Avestruz, en la avenida Lope de Vega.

Había salido del periódico a eso de las siete de la noche y, en lugar de ir a mi restaurante favorito, decidí ir a Avestruz para comprar una pizza para llevársela a mi esposa, a quien previamente llamé por teléfono para decírselo.

Entré al establecimiento y me senté en un taburete de una fila donde había otros personajes. En cuestión de minutos me di cuenta de que a mi lado había un periodista al que le tengo mucho afecto y a quien hacía tiempo no veía. Se trataba de un querido compañero de luchas sindicales para formar el Sindicato Nacional de Periodistas Profesionales, que luego dio paso al Colegio Dominicano de Periodista.

--Hola, Miguel—saludé, con una ligera palmada en la espalda.

Pero el hombre, que tenía una copa de whisky por delante, no me hizo caso. Sencillamente me ignoró. Cogió su copa y sorbió su trago, mirando hacia otro lado. Extrañado por su actitud, pregunté:

--¿Qué te pasa, Miguel? ¿Es que no me conoces? Soy yo, Estrella Veloz. ¡No me digas que estás borracho!

--Caballero—dijo por fin el tipo—creo que usted me confunden con alguien.

--Pero, Miguel, ¿como puedo confundirte con otro? Porque tú eres Miguel Hernández, de modo que no bromees.

--Señor—volvió a hablar el hombre—le reitero que usted está confundido. No soy la persona que usted dice.

--Mira, Miguel—le dije—está bueno para bromas. Si tú no eres Miguel Hernández yo soy el Papa.

El hombre volvió a tomar su trago, un poco incómodo, hasta que me dijo:

--Óigame, el que no está para bromas soy yo, así es que le ruego que no me moleste.

--Escucha, Miguel. Ese traje marrón y esa corbata roja los conozco muy bien. A ti también te conozco muy bien, pues somos amigos desde hace muchos años. ¿Cómo podría entonces estar equivocado?

El caballero dijo:

--Soy un ciudadano venezolano que está de visita en su país. No conozco al tal Miguel Hernández que usted dice. Y voy a demostrárselo.

Introdujo su mano derecha en el bolsillo izquierdo del saco y sacó un pasaporte con el escudo de la República de Venezuela. La descripción correspondía a un ciudadano venezolano cuyo nombre no recuerdo ahora, nacido en La Guaira. Ingeniero por demás.

--¿Se da usted cuenta ahora de que se trata de una confusión?—me dijo el socias del Miguel Hernández dominicano. La vida es así. Todos tenemos un doble en alguna parte del mundo, un Doppelgänger, que es el vocablo alemán para el doble fantasmagórico de una persona viva. La palabra proviene de doppel, que significa "doble", y gänger, traducida como "andante". Su forma más antigua, acuñada por el novelista Jean Paul en 1796, es Doppeltgänger, 'el que camina al lado. El término se utiliza para designar a cualquier doble de una persona, comúnmente en referencia al "gemelo malvado" o al fenómeno de la bilocación. Pero, de todos modos, me agrada conocerle, pues hasta ahora no tengo ningún amigo en la República Dominicana. Vine a este sitio porque un chofer me trajo diciéndome que es muy popular.

El doble de Miguel A. Hernández, el periodista, extendió su mano y yo hice lo propio. Me dijo que pidiera un trago para brindar por nuestra amistad. Mientras reflexionaba, ordenó un whisky para mí, aunque la verdad es que lo necesitaba, pues estaba absolutamente confundido No había bebido durante el día, lo que significa que no tenía los sentidos embotados por el alcohol como para equivocarme. Pero, ante la circunstancias, me bebí el trago casi de un sorbo. El venezolano hizo intento de pedir otro, que rechacé cortésmente, diciéndole que tenía que marcharme por razones de trabajo. Una mentira piadosa.

--Ustedes los periodistas trabajan mucho, pero si tiene tiempo puede localizarme en el hotel El Embajador. Llámeme para que nos tomemos un trago antes de que vuelva a Caracas. Me encantaría seguir hablando con usted sobre los Doppeltganger, pues como le dije todos tenemos alguno en el mundo.

Me despedí confuso, a tal punto que en lugar de enfilar hacia el Norte, hacia donde me dirigía, lo hice en sentido contrario. Cuando vine a darme cuenta estaba casi en el malecón, en el sur. Hice un giro y retorné hacia el norte, con dirección a la autopista Duarte, para de ahí dirigirme a mi casa, en las afueras de la ciudad. Sin embargo, dos o tres cuadras antes de la autopista, doblé a la izquierda y fui a parar al ensanche Quisqueya. Eran casi las doce de la noche. Me interné por unas callejas tratando de buscar una salida, pero lo que hice fue extraviarme más. Por fin encontré un colmado abierto. Me desmonté de mi auto y pregunté cómo podía llegar a la autopista. Un joven me dijo:

--Usted siga esa calle, doble a la derecha y seis cuadras más encontrará la avenida; doble de nuevo a la izquierda y siga derecho, hasta que llegue a la autopista Duarte. Si lo hace así, no hay forma de perderse.

Pedí una media botella de whisky y un poco de hielo, que el dueño del colmado me sirvió con cortesía, pero mirándome como un bicho raro. Subí a mi auto, me bebí un largo trago de whisky y seguí las instrucciones del joven, hasta que veinte minutos después estaba en mi casa. Mi esposa, que me esperaba despierta, me dijo:

--Estaba muy preocupada por tu tardanza. ¿Qué fue lo que te pasó? ¿Y la pizza?

--Si te lo digo, no me lo vas a creer—le dije, como efectivamente ocurrió cuando le conté la historia del gemelo de otro mundo.

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